Artículo de Revisión
Sobre el deber moral de
obedecer al derecho
On the moral duty to
obey the law
Álvaro de Argüelles Lugo[1]
Universidad Carlos III de
Madrid (UC3M)
Recibido: 11/05/2021
Aceptado: 13/09/2021
RESUMEN
El debate sobre la existencia de un deber moral de
obedecer al Derecho comienza con el célebre diálogo Critón de Platón y continúa hasta nuestros días. Hoy, por ejemplo,
podríamos plantearnos si incumplir alguna de las medidas establecidas para hacer
frente a la pandemia de covid-19 es siempre moralmente reprochable, incluso en
aquellos casos en los que no tuviera un efecto directo negativo en la salud
pública. Este ensayo estudia el contenido y la naturaleza de este hipotético
deber (a veces definido como la “obligación política”) a través del análisis
del trabajo de una decena de autores, con especial atención a aquéllos del
siglo XX: Hart, Rawls, Finnis y Dworkin.
PALABRAS CLAVE: Filosofía del Derecho; Ética; Obligación política.
ABSTRACT
The debate on the existence of a moral duty to obey the law begins with
Plato's famous dialogue, Crito, and continues to the present day. For instance,
we could ask ourselves whether failing to comply with one of the many measures
established to fight against the covid-19 pandemic is always morally
reprehensible, even in those cases in which disobedience would not have a
direct negative impact on public health. This essay studies the content and
nature of this hypothetical duty (sometimes defined as the "political obligation")
through the analysis of the work of ten authors, with special attention to
those of the 20th century: Hart, Rawls, Finnis and Dworkin.
KEYWORDS: Philosophy of Law; Ethics;
Political obligation.
INTRODUCCIÓN
A causa de la pandemia de Covid-19, prácticamente la totalidad de gobiernos
del planeta se han visto obligados a imponer medidas para impedir el avance del
virus y proteger así la salud de sus ciudadanos. La obligatoriedad de
mascarillas, los toques de queda o las restricciones de movilidad han sido algunas
de las normas más comúnmente impuestas en este último año y medio. Respecto a
su ámbito geográfico, algunas de estas medidas han abarcado sólo determinados barrios
(en el caso de España, las denominadas Zonas Básicas de Salud), mientras que otras
han estado vigentes en regiones y países enteros, con los consiguientes problemas
de aplicación que ello conlleva. ¿Cómo pudieron, por ejemplo, las fuerzas de seguridad
controlar cuántas personas se reunieron en el interior de cada domicilio
durante las fiestas de los días 24 y 25 de diciembre? En muchos casos, se ha
apelado expresamente a la responsabilidad y al sentido del deber de la
ciudadanía, indicando la existencia de una obligación moral de cumplir con las
restricciones.
Evidentemente, en muchos casos ignorar estas normas tendría consecuencias
directas negativas para la salud pública (son, por tanto, acciones malas in se), pero en otros tantos
escenarios surge lo que en Filosofía del Derecho se conoce como el dilema stop-sign-in-the-desert o de la
desobediencia inocua (harmless
disobedience): si una persona ignora una señal de stop en una carretera en
medio del desierto, de forma que no ha puesto en peligro a nadie ni ha incentivado
a otra persona a adoptar esa misma conducta, ¿ha cometido un acto moralmente
reprochable? O, de la misma forma, si una persona ha andado por ese mismo
desierto y sin mascarilla, ignorando las indicaciones del ministerio de salud,
¿qué opinión ética merece esa conducta? El propio Joseph Raz (1994, p. 34) se
preguntaba ya en Ethics in the Public
Domain si el “mayor experto viviente en farmacéuticos” estaría obligado a seguir
una ley respecto al uso de los mismos sabiendo que ignorarla tendría consecuencias
positivas, o por lo menos no causaría ningún mal.
Como vemos, la existencia de un deber moral de obedecer al Derecho es un
aspecto de vital importancia a la hora de tomar nuestras decisiones individuales.
Si nos encontráramos ante una acción que sería en cualquier caso éticamente
reprobable, la obligación de obedecer al Derecho daría un argumento moral más
para abstenerse de realizarla. Si, por el contrario, nos encontráramos en ante
una acción deseable o por lo menos neutra, pero que sin embargo está prohibida por
el ordenamiento jurídico, el deber de obedecer a las normas de dicho sistema
podría llegar a convertir este acto en moralmente reprochable.
En este contexto, este ensayo tiene como propósito estudiar las respuestas que
un grupo seleccionado de diez autores ha ofrecido a la hora de argumentar en
favor de la existencia de este deber moral de obedecer al Derecho genérico e
independiente de su contenido. Se trata de un debate, como veremos a
continuación, iniciado por el mismo Platón en su diálogo Critón, si bien centraremos nuestra atención en el siglo XX, ya que
es este marco temporal el que por razones obvias tiene mayor influencia en la
Filosofía del Derecho contemporánea.
EL
CONTENIDO Y LA NATURALEZA DEL DEBER MORAL DE OBEDECER AL DERECHO
Antes de estudiar las diferentes opiniones doctrinales sobre la existencia
o no de un deber moral de obedecer al Derecho, conviene dar unas breves notas
introductorias para enmarcar correctamente el debate.
Primero de todo, es necesario aclarar que, para la mayoría de los autores
seleccionados, se trataría de un deber prima
facie[2],
es decir, supeditado a la existencia de otras justificaciones morales que
pudieran contrarrestar y neutralizar el peso de este deber. Otros autores como Kagan
(1989) hablan de un deber pro tanto,
enfatizando que estamos ante un deber que no es absoluto.
En el ámbito académico anglosajón, la obligación prima facie de obedecer al
Derecho ha sido denominada como la obligación política (political obligation), si bien autores como Edmundson (2004) sostienen
que este término es confuso y podría tener un sentido más amplio (p.ej.,
obligaciones de defender al Estado de sus enemigos o de priorizar compatriotas
sobre extranjeros).
El mismo Edmundson da tres características que se reputan al deber de
obedecer al Derecho. En primer lugar, se trataría de un deber (1) completo, en el sentido de que abarcaría
todas las leyes de un ordenamiento jurídico, excepto quizá aquellas que
establecen normas dirigidas sólo a los propios poderes públicos; (2) universal, esto es, que regiría sobre
todos y cada uno de los ciudadanos que se encontraran dentro de la jurisdicción
de ese ordenamiento; y (3) independiente
de su contenido, en el sentido de que la existencia de este deber moral no
dependería del mérito o demérito de la ley de aplicación al caso concreto.
Al mismo tiempo, se considera que para que este deber moral nazca el
sistema ha de cumplir unos requisitos mínimos de justicia. En el caso de Rawls,
por ejemplo y como veremos a continuación, el sistema ha de respetar los
principios del imperio de la ley y de la democracia constitucional. En
cualquier caso, es necesario destacar que otros autores que no trataremos, como
Soper (1984), sí aceptarían la existencia un deber de obediencia para con
sistemas políticos injustos.
Dentro de la discusión general y al hilo de lo anterior, hay dos preguntas
que llaman especialmente la atención. La primera es si el deber de obedecer al Derecho
se extendería también a las leyes que valorásemos como injustas. La segunda es
si el deber se extendería a aquellas normas en las que su incumplimiento
traería resultados más beneficiosos, o por lo menos no tendría consecuencias
negativas.
Son muchos los intentos de catalogar y sistematizar las diferentes
respuestas que se han dado en este debate (contractualistas, utilitaristas,
deberes naturales…). En esta ocasión, por motivos de espacio, juzgamos más
conveniente centrarnos en los propios autores, y explicar estas etiquetas con
las que se les ha asociado directamente a medida que exponemos sus diferentes
propuestas. Así, sin más dilación, pasamos al estudio concreto del tema.
LAS
DIFERENTES JUSTIFICACIONES DEL DEBER MORAL DE OBECEDER AL DERECHO
Algunas
respuestas de la Filosofía del Derecho clásica
Como ya hemos adelantado, es Platón el primer autor del que tenemos
constancia que aborde este tema, y ello en el contexto del juicio a Sócrates
que narra en su célebre diálogo Critón. En
él, Platón ofrece, a través de Sócrates, varios motivos para justificar su
decisión de obedecer las leyes que injustamente le han condenado a muerte, aun
teniendo la posibilidad de salvarse gracias a su amigo y discípulo Critón. En
primer lugar, Platón ofrece una tesis contractualista al hablar del “justo
compromiso” que Sócrates habría aceptado al permanecer en la ciudad con los demás
atenienses: “Tú estás sometido a este tratado, no con palabras, sino de hecho y
a todas sus condiciones”. Como vemos, aquí el sometimiento a las leyes, si bien
no ha sido verbalizado expresamente, se entiende como dado por la vía de hecho
y por tanto vinculando a Sócrates. En segundo lugar, Platón plantea un
argumento que podría catalogarse como utilitarista, al señalar que el gobierno
es necesario para proteger a la ciudadanía (siendo por tanto bueno) y que éste
necesita del cumplimiento de las leyes para poder perdurar (siendo por tanto esto
también moralmente deseable). Así, Platón reflexiona: “¿Qué Estado puede
subsistir, si los fallos dados no tienen ninguna fuerza y son eludidos por los particulares?”
El tercer y último argumento hace referencia a los beneficios que Sócrates ha
recibido de la polis griega y que le colocarían en una situación de deuda. A
diferencia de los llamados argumentos de fair-play
que veremos ahora, aquí la deuda de gratitud se debe al propio Estado, y no
a los demás ciudadanos cuya colaboración ha hecho posible el disfrute de esos
beneficios: “¿No soy yo (la Ley) a la que debes la vida?”.
Demos ahora un gran salto temporal para llegar hasta Santo Tomás de Aquino
(2001), defensor de un argumento conceptual para justificar el deber de
obedecer al Derecho. Máximo exponente del iusnaturalismo medieval, Santo Tomás comparte
la tesis agustiniana según la cual la ley que no es justa no parece que sea ley
(non videtur ese lex quae iusta non
fuerit). Siendo la ley necesariamente justa, la obligación de obedecer al
Derecho no sería sino una especificación del deber general de promover el bien.
En nuestro contexto actual, donde la tesis positivista de separación entre
moral y Derecho impera (y la visión de Santo Tomás se clasificaría, por tanto,
como reduccionista), esta teoría carece de verdadero peso[3],
si bien más adelante veremos una sólida defensa de la idea de un deber natural
de obedecer al Derecho de la mano de John Finnis.
Finalmente, antes de adentrarnos en la Filosofía del Derecho contemporánea,
hacemos breve mención a las tesis contractualistas de Thomas Hobbes (1651) y John
Locke (1689) que justifican el deber de obedecer al Derecho en el consentimiento,
sea expreso (especialmente Hobbes, que hace alusión a las nociones de contrato
y promesa) o tácito (es el caso de Locke, donde el mero tránsito por el
territorio de un Estado ya supondría la aceptación de sus leyes).
Para Hobbes, el Derecho se transforma en la máxima expresión de moralidad: “Es,
asimismo, evidente que las leyes son normas para establecer lo justo y lo
injusto, no pudiéndose decir que algo es injusto si no es contrario a alguna
ley”. Bajo esta visión, cualquier quebrantamiento de la legalidad se convierte
también en una inmoralidad. Se llega así, paradójicamente, por vías distintas a
la misma conclusión que el iusnaturalismo tomista, si bien aquí el reduccionismo
consiste en confundir los conceptos de eficacia y justicia.
No obstante, como señala Bobbio (1965, p.53)[4],
es importante tener en cuenta que, a diferencia de lo que ocurre en el Critón,
el deber obediencia defendido en el Leviatán no es absoluto o incondicionado,
en cuanto que éste desaparece cuando las leyes no logran proteger la vida
individual:
La primera (tesis) tiene que sostener una obligación incondicionada de
obedecer las leyes desde el momento en que no reconoce valores diversos y
superiores a aquellos recogidos por las leyes (…). Pero, ¿existe algún jurista
positivista que haya sostenido alguna vez doctrina semejante? Aun en el sistema
de Hobbes, según el cual es justo aquello que es ordenado por el soberano, la
razón de obediencia desaparece cuando las leyes, en vez de asegurar la
realización del fin para el cual han sido puestas, la protección de la vida
individual, lo ponen en peligro.
En lo que respecta a Locke, éste también señala que nadie puede consentir
válidamente a que le quiten su propia vida, por lo que el pacto de lealtad acordado
con el Estado también estaría condicionado.
En las teorías contractualistas modernas como la de Plamenatz (1963), el
consentimiento se daría a través del ejercicio del derecho al sufragio. En todo
caso, todas estas visiones tienen en común el problema de que, al añadir un elemento
contractual o volitivo chocan con el carácter universal del deber de obedecer
al Derecho que antes hemos señalado. Como apunta Edmundson (2004, p. 238), los
proponentes de estas teorías se encuentran ante el siguiente dilema: Si la expresión
de volición requerida es fuerte (p.ej., un juramento), el poder vinculante de
la promesa de obedecer al Derecho también lo es, pero entonces ésta dejaría de
tener un carácter universal. Si la expresión de volición requerida es más débil
(p.ej., la residencia), abarcará a más ciudadanos, pero el poder vinculante de la
promesa de obedecer al Derecho será también más débil.
Filosofía
del Derecho contemporánea
Entramos ahora en la Filosofía del Derecho del siglo XX de la mano, como no
podía ser de otra manera, de H. L. A. Hart. Al defender su concepto amplio del Derecho (susceptible de albergar contenidos
morales e inmorales), Hart niega que la validez legal deba traducirse
necesariamente en una obligación moral: “Hay algo fuera del sistema oficial, en
referencia a lo cual en última instancia el individuo debe resolver sus
problemas de obediencia” (1961, p. 210)[5].
La propuesta de Hart se basa en lo que se conoce como el fair-play, en la aceptación voluntaria
de los beneficios de un esquema justo de cooperación que desemboca en una
obligación de cada uno de los beneficiarios de hacer su parte correspondiente
para el funcionamiento de ese esquema. El hecho de que los beneficios deban ser
aceptados no significa que haya que consentir contractualmente al Derecho. Los
que, por ejemplo, saltan el torno de un metro no han querido asumir bajo ningún
concepto su obligación de pagar la tarifa, y sin embargo sí han aceptado los
beneficios del transporte público.
El argumento central de Hart, expuesto en Are There Any Natural Rights? (1955, p.185), es el siguiente:
Cuando un número de personas desarrollan una empresa conjunta de acuerdo
con ciertas normas y así restringen su libertad, aquellos que se han sometido a
esas restricciones cuando ha sido necesario tienen derecho a una sumisión
similar por parte de quienes se han beneficiado de su sumisión.
Como ya hemos señalado antes, un rasgo característico de los sistemas de fair-play
es que la obligación se tiene respecto a quienes han participado en la empresa
o sistema que ha resultado en beneficios, pero no a la empresa en sí misma.
Una versión más compleja del mismo argumento es ofrecida por John Rawls en Legal Obligation and the Duty of Fair Play (1964).
El núcleo de la teoría de Rawls es el siguiente. Dado el debate entre dos
políticas públicas, A y B:
(1)
Siempre existirán
desacuerdos sobre cuál es la mejor política que implementar. Los desacuerdos se
deben a diferencias en la información disponible que tiene cada ciudadano, al
peso que le dan a cada aspecto de la moral, etc.
(2)
El procedimiento constitucional
es un mecanismo de cooperación social para resolver entre diferentes propuestas
legislativas. Éste no trata de reconciliar las distintas posturas hasta encontrar
la solución “verdadera” (i.e., no funciona en términos de eficiencia de
Pareto), sino que simplemente sirve para seleccionar qué opinión debe
determinar la política pública.
(3)
Si uno acepta los beneficios
de la constitución y tiene intención de seguir haciéndolo, entonces ese uno
tiene una obligación, basada en el principio de fair-play, de obedecer cuando llegue su turno.
Según Rawls, para hablar de un deber de fair-play es necesario que
se cumplan una serie de requisitos: (1) los beneficios sólo se obtienen si
todos o casi todos cooperan; (2) la cooperación entraña un cierto sacrificio,
una cierta restricción de su libertad; y (3) los beneficios producidos son de
disfrute libre, dando lugar a problemas de free-riding.
Además, el ordenamiento legal debe respetar los principios del imperio de la
ley (las normas son públicas, los casos similares son tratados de forma
similar) y de democracia constitucional (la constitución establece condiciones
iguales de ciudadanía y garantiza derechos y libertades).
Rawls resuelve la aparente contradicción en la que un ciudadano defiende la
política A por ser la más justa, y la política B porque ha sido refrendada por
la mayoría. Se trata de un conflicto entre principios prima facie, que el
ciudadano deberá resolver atendiendo a su propia conciencia (bien obedeciendo
la ley o bien mediante la desobediencia civil). El otro escenario es aquél en
el ciudadano debe obedecer una ley aun sabiendo que sería más beneficioso no
hacerlo. Aquí, Rawls propone considerar el principio de justicia asociado a la
obediencia al Derecho como absoluto frente al de utilidad.
Los argumentos de fair-play han tenido que hacer frente a varias
críticas, como la de Smith (1973). Éste describe una situación con dos
ciudadanos, A y B: B nunca ha desobedecido la ley, y A se ha beneficiado de su
cumplimiento. Pero si el posterior cumplimiento de A no beneficia a B, ni
perjudica a la comunidad, según Smith, no queda claro que B tenga derecho a exigir
que A también cumpla con las leyes. En las sociedades complejas, prosigue, es poco
probable que el cumplimiento tenga un resultado concreto relevante. En la misma
línea, Nozick (1974, p. 94) ofrece el siguiente ejemplo:
Si cada día una persona diferente de tu barrio barre la calle, ¿debes
hacerlo tú cuando sea tu turno? ¿Incluso aunque no te importe que la calle esté
limpia? ¿Deberías imaginarte que la calle está sucia al cruzarla, para así evitar
beneficiarte como un free-rider?
Con este caso concreto, Nozick trata de demostrar que no siempre es posible
aceptar o rechazar los beneficios de un sistema de cooperación como es el
Derecho, una de las premisas en las tesis de Hart y Rawls.
Así las cosas, el propio Rawls abandonó más tarde los argumentos de fair-play
para pasar a defender un deber natural[6]
de obedecer las normas de una institución justa. En A Theory of Justice (1971), Rawls defiende que en una “posición
original” bajo un velo de ignorancia, las personas querrían garantizar la
existencia de instituciones justas, y que aceptarían como deber obedecer las
normas de dichas instituciones.
El principal problema de esta teoría, como señala Simmons (1979), es que la
mayoría entiende que el deber de obediencia se tiene respecto a un gobierno o comunidad
particular (la propia), pero no hacia otras. Waldron (1993) trata de solucionar
este problema distinguiendo entre principios con rango limitado e ilimitado.
Los principios de rango limitado buscan hacer justicia dentro un conjunto específico
de personas. El criterio de delimitación no tiene que ser necesariamente el
geográfico, pero Waldron sostiene que el primer paso es formar una sociedad con
las personas adyacentes a nosotras, aquellas con las que es más probable entrar
en conflictos de intereses. Así, Waldron encuentra una forma de vincular el deber
de obediencia a las instituciones justas a la figura del Estado-nación, al
menos de forma pro tempore, y así
señala (p. 15): “A medida que la esfera de interacción humana se expande,
pueden surgir nuevos conflictos, y el ámbito del sistema legal deberá ser
extendido”.
Otra defensa del deber natural de obedecer al Derecho es la de John Finnis en
su obra Natural Law and Natural Rights (1980).
Finnis defiende la existencia de ciertos “bienes”, como el conocimiento o la
amistad, que tienen un valor intrínseco y evidente para cada ser humano. La prosperidad
humana consiste en la realización de esos bienes, y la sociedad debe por tanto
ser ordenada de forma que esa prosperidad (el bien común[7])
sea posible. La “sensatez práctica” (practical
reasonabless) nos señala que existen muchas formas de alcanzar este fin, la
mayoría de ellas mutuamente excluyentes. Para poder lograr este objetivo, debe
seleccionarse una de entre todas estas múltiples opciones para que la comunidad
la aplique (el llamado “problema de coordinación”). Puesto que por razones
obvias el problema de coordinación no puede resolverse apelando a la unanimidad,
es necesaria una figura de autoridad que seleccione de entre las diferentes
propuestas para alcanzar el bien común.
De todas las opciones disponibles, Finnis sostiene que la ley el sistema
más favorable para lograr el bien común. En concreto, la ley coordina a la
comunidad mediante reglas que son generales, estables y claras y que se aplican
a todos sus miembros, de forma que estos pueden ordenar sus vidas con certeza y
predictibilidad. Al mismo tiempo, al resolver los problemas de coordinación en
referencia a unas normas predeterminadas y promulgadas, la ley reduce la
posibilidad del abuso de poder, y tiene por tanto un elemento de justicia formal
o procedimental. En definitiva, la ley es instrumental en garantizar el bien
común, y puesto que el mantenimiento de aquello que es necesario para
garantizar un bien moral obligatorio (el bien común) es en sí mismo
obligatorio, existe un deber moral de obedecer al Derecho.
En cualquier caso, Finnis aclara que la obligación de obedecer al Derecho
puede ser derrotada por otras consideraciones morales, no solo en el caso de
normas injustas, sino también de aquellas no coordinan el bien común de forma eficiente.
Finnis no pretende que la obligación de cumplir con el Derecho excluya el
razonamiento práctico sobre cómo alcanzar el bien común; es precisamente el
propio razonamiento práctico el que nos lleva a la conclusión de que debemos,
prima facie, considerar el Derecho como obligatorio.[8]
Dejando atrás las teorías de deberes naturales, pasamos a hacer mención de
la obra de Ronald Dworkin Law’s Empire (1986).
En ella, Dworkin defiende que el deber de obedecer al Derecho es asociativo, basado
en la relación entre un obligado y la comunidad. Se trataría de una visión
“obstétrica” (Green, 2003), que considera la sociedad política, al igual que la
amistad o la familia, como “embarazada” de obligaciones. Estas obligaciones no
requieren de un elemento volitivo, sino que están implícitas en la relación
entre el obligado y el grupo. Además, al estar necesariamente vinculadas a un
colectivo concreto, evitan las críticas que Simmons dedicó a Rawls más arriba
mencionadas.
Para que nazca una obligación asociativa debe existir una “bare community”, una comunidad que puede
ser identificada por la práctica social. Así, por ejemplo, una persona que intentara
entablar relación con Dworkin durante un vuelo en avión no generaría
automáticamente obligaciones para el filósofo, porque la práctica social (al margen
de consideraciones psicológicas concretas) no considera que baste el hecho de
que dos personas hayan compartido un viaje para que éstas se conviertan en
amigos. En lo que respecta al hecho de ser ciudadano, éste sí llevaría
implícito, según Dworkin, el deber de obedecer las leyes.[9]
A partir de este punto, las siguientes teorías llevarán a cabo distintas
combinaciones de estos elementos, por ejemplo, Wellman (2005), que mezcla la
teoría del fair-play con la misión “samaritana” que tiene el Estado de someter
a sus ciudadanos para rescatarles del peligro de la anarquía, entendida en términos
hobbesianos. Para Wellman, el Estado tiene autoridad moral para regular nuestras
vidas mediante el Derecho, de la misma manera que una persona tendría, por ejemplo,
permiso para requisar un vehículo para llevar un herido al hospital. Pero el
hecho de que el Estado tenga legitimación para imponerse no se traduce
necesariamente en que los ciudadanos tengan un deber de obedecer, y por eso
Wellman decide volver a acudir argumentos de fair-play como los que
antes hemos mencionado, si bien aquí no haría falta aceptación de los
beneficios (como sí era el caso en los modelos de Hart y Rawls): cada uno tiene
un deber samaritano de contribuir con el Estado obedeciendo las leyes, y no
hacerlo es injusto para con los demás ciudadanos.
El modelo de Wellman, en todo caso, sigue teniendo otros posibles puntos
débiles, como el que señala Edmundson (2004, p. 151): si el Estado estuviera a
punto de colapsar, podría razonablemente argumentarse que todos y cada uno de
sus habitantes tienen la obligación de cumplir las leyes para restaurarlo e
impedir la anarquía. Pero es poco probable que esto implique un deber de
mantener todas y cada una de las leyes del ordenamiento (piénsese, por ejemplo,
en un Artículo como el 612 del Código Civil de España, que establece el derecho
del propietario de un enjambre de abejas de perseguirlo por fundo ajeno). Así,
el deber samaritano quedaría en todo caso reducido a un núcleo de normas dentro
del sistema jurídico.
~
En este ensayo han quedado resumidas las principales posturas en la
iusfilosofía a favor de un deber moral de obedecer al Derecho, una pregunta con
más de dos mil años de antigüedad y que sin embargo sigue siendo de gran
relevancia en la actualidad. Tras repasar brevemente las posturas de autores
clásicos como Platón, Santo Tomás de Aquino, Hobbes o Locke, se ha dado el
salto a la filosofía del siglo XX. Así, se han expuesto las teorías defendidas por
Hart, Rawls, Finnis y Dworkin, así como la de Wellman, al tiempo que se han señalado
posibles puntos débiles en sus argumentaciones. Se trata sin duda de un debate
fascinante que acompañará por siglos a los filósofos del Derecho.
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[1] Doble Grado en Derecho y
Estudios Internacionales por la Universidad Carlos III de Madrid (UC3M),
España. Actualmente cursa un Máster en Filosofía Jurídica y Política Jurídica
en la misma Universidad. E-mail:
dearguelleslugo@gmail.com
[2] Smith (1973) define las
obligaciones prima facie de la
siguiente manera: “Una persona S tiene una obligación de hacer un acto X si hay
una razón moral para que S haga X que es tal que (salvo que haya una razón
moral para no hacer X al menos tan fuerte como su razón para hacer X), el hecho
de que S no haga X está mal”. Smith también distingue entre obligaciones prima
facie específicas y genéricas, entre las cuales se encontraría la de obedecer
al Derecho. Así, S tendría una obligación prima facie genérica de hacer X si
cumple un requisito D, por ejemplo, aquéllos que sean padres tienen una
obligación prima facie de cuidar a sus hijos menores de edad.
[3] Incluso dentro de la
Filosofía Política Islámica se ha abandonado la idea de que el Derecho Islámico
deba tratarse como necesariamente justo o expresión de la voluntad divina. A
este respecto, véase Fadl, K.A. (2005).
[4] En Il problema del positivismo giuridico (1965), además de estudiar la
tesis hobbesiana, Bobbio propone su propia versión del positivismo como ideología, donde el deber moral de obedecer las
leyes está doblemente condicionado a que (1) las leyes dadas sean medios
idóneos para la obtención del fin que les es propio; y (2) por el
reconocimiento de que los valores garantizados por el Derecho no entren en conflicto
con otros valores, tales como el respeto a la vida, la libertad o la dignidad
humana.
[5] De la crítica de L. Fuller a
Hart, en la que defiende la existencia de principios “procedimentales” que
vinculan el Derecho a la moral, podría derivarse también un deber moral de
obedecer al Derecho. A este respecto, véase Walton, K. (2018).
[6] Siguiendo a Greenawalt (1985),
las teorías de un deber u obligación natural son aquellas en las que (1) el
deber se concibe sin necesidad de hacer referencia a casos concretos (p.ej., no
mentir, con independencia de las consecuencias una mentira en particular); (2)
el deber tiene cierta capacidad -no hace falta que sea absoluta- para
contrarrestar otros factores (p.ej., si las consecuencias de la mentira son
sólo ligeramente favorables con respecto a decir la verdad, no se debe mentir);
y (3) el incumplimiento con el deber es moralmente reprochable (i.e., no se
trata de un acto supererogatorio, como sería donar un salario a la
beneficencia, sino directamente como algo sinónimo de culpa).
[7] El bien común es “común” en
el sentido de que los beneficios que propone son de valor para todas las personas,
pero también en el sentido de que no se pueden alcanzar por cuenta propia
(p.ej., la amistad requiere de la participación del otro).
[8] Como aclara Aiyar (2000),
el hecho de que la decisión de obedecer o no a una norma dependa de si es
injusta o, en general, de si avanza o no el bien común, no significa que el
deber de obedecer al Derecho no sea “independiente de su contenido”. La razón
práctica puede dictarme que haga X, Y o Z, pero sólo cuando la ley establece X
tengo una obligación de hacer X por encima de Y o Z. La obligación de obedecer
es independiente del contenido en el sentido de que no sigo X sobre Y o Z por
alguna cualidad intrínseca de X, sino porque la ley establece X.
[9] En todo caso, para que una
comunidad genere obligaciones deben además satisfacerse los siguientes cuatro
requisitos: (1) los miembros del grupo deben considerar que las obligaciones
existen dentro del propio colectivo, no como deberes generales que se tendrían
también con las personas fuera de él; (2) estas obligaciones se tienen
directamente de un miembro hacia otro, y no sólo al grupo en su conjunto; (3)
estas obligaciones deben ser entendidas como derivadas de una obligación
general que tiene cada miembro de cuidar por el bienestar de los demás miembros
de la comunidad; y (4) finalmente, deben asumir que las prácticas del grupo se
ocupan por igual de todos los miembros del grupo.